Comentario
Para muchos de los españoles afectos al Frente Popular la caída de Cataluña significaba simplemente el final de la guerra civil y el ya inmediato reconocimiento de Franco por parte de Francia y Gran Bretaña parecía ratificar esta impresión.
En realidad, la conciencia de que se había llegado a esa situación estuvo ya totalmente generalizada aunque la reacción de las autoridades militares y políticas respecto de ella fuera muy diferente. A veces se ha interpretado este final de la guerra como el resultado de un entrecruzamiento de conspiraciones con mayor o menor intervención de los servicios secretos de Franco, pero sería mucho más oportuno juzgar lo sucedido como un testimonio de desintegración, un fenómeno que afectó a todos los sectores y protagonistas, pero que les llevó a actuar de una manera sensiblemente distinta.
El primer testimonio de esta desintegración del Frente Popular se aprecia en la rendición de Menorca, durante los primeros días de febrero de 1939. Ni esta isla ni la base naval de Mahón habían desempeñado ningún papel de importancia en la guerra. La iniciativa de la rendición surgió del simple espectáculo de la descomposición del Estado republicano y un barco de guerra británico participó en los preliminares de la negociación. Siendo todo ello muy característico no lo es menos el hecho de que, después de haber lanzado la aviación franquista propaganda pidiendo la rendición, se produjera una sublevación en Ciudadela entre las tropas que hasta el momento se habían mantenido fieles a la República. Se apuntaba así una tendencia que se generalizaría en el inmediato futuro. Quienes más se indignaron como consecuencia del acuerdo final de rendición fueron los alemanes y, sobre todo, los italianos que fueron marginados de cualquier tipo de participación en las negociaciones.
Aproximadamente al mismo tiempo que esto sucedía las máximas autoridades de la República abandonaban el territorio nacional. Azaña lo hizo para no volver más y a fines del mes de febrero, cuando los británicos consideraban que la guerra en realidad ya había concluido con la derrota de la República, presentó su dimisión ante Martínez Barrio como presidente de las Cortes. Quizá nadie mejor que este último ha interpretado los sentimientos de Azaña. Su postrer intento de enfrentarse a Negrín se había producido en el verano de 1938 y desde entonces le había invadido un deseo "indomable" de dejar a un lado la guerra. Como argumento empleó ahora el hecho de que el jefe del Estado Mayor, Rojo, le hubiera expresado su opinión de que nada tenían que hacer ya los republicanos. Rojo lo desmintió, pero él mismo desde finales de 1938 parece haber estado dispuesto a tomar el poder con otros elementos militares marginando a los políticos para acabar la guerra. Ni Rojo, ni Azaña, ni Martínez Barrio volvieron a la zona central; este último comunicó a Negrín que sólo estaba dispuesto a asumir la Presidencia republicana en el caso de que el Gobierno optara por liquidar la guerra. La postura del jefe de Gobierno es más difícil de interpretar. Es muy posible que no se diera cuenta de su propia impopularidad que hacía que a las lentejas, casi único alimento que se encontraba, se las denominara como "píldoras del doctor Negrín"; también sus principales colaboradores, los comunistas, "acaparaban todas las maldiciones" (Zugazagoitia), tanto por su deseo de concentrar el poder en su manos como por su política de resistencia a ultranza. De todos modos, es también muy posible que su política, aun teniendo en cuenta esta ceguera, tuviera una cierta coherencia. Negrín había dicho que "o todos nos salvamos o todos nos hundimos en la exterminación y el oprobio"; parece posible que, sin admitirlo públicamente, estuviera dispuesto a una rendición que permitiera el exilio de los principales dirigentes del Frente Popular, o un retroceso lento hacia los puertos levantinos que permitiera una evacuación de quienes corrieran peligro. No era probablemente la persona capaz de presidir un proceso como el indicado, pero sus propósitos tenían lógica y patriotismo. En cualquier caso una situación como la descrita explica que hubiera una práctica acefalia en el bando del Frente Popular no sólo en este momento sino incluso hasta el final de la segunda guerra mundial.
Vuelto Negrín a la zona Centro a mediados de febrero mantuvo una reunión con los principales mandos militares en Los Llanos. La tesis de Negrín fue que "como el enemigo no quiere pactar la única solución es resistir" y parece haber sido aceptada por Miaja, aunque no por el almirante Buiza, jefe de la flota, y menos aún por el coronel Casado, principal responsable de la defensa de Madrid. Casado, en sus Memorias, admite la inteligencia y la valentía de Negrín, pero lo califica de "desequilibrado"; después de la caída de Cataluña pensaba que prolongar la resistencia era "un crimen de lesa humanidad" y no duda en calificar la situación política existente en la España de la época como "una dictadura al servicio de una potencia extranjera", Rusia. Desde finales de 1938 había pensado en sustituir al Gobierno y había entablado contacto con la "quinta columna" franquista para una posterior negociación de la rendición. Otros importantes cargos militares del Ejército Popular, conscientes de que el final de la lucha se aproximaba, no tuvieron inconveniente en entregar planos del despliegue propio al adversario.
Así las cosas, Negrín decidió un cambio en los mandos militares y una convocatoria de quienes los habían ejercido (y que en su mayor parte no asistieron), acontecimientos ambos que inmediatamente produjeron la descomposición del Ejército Popular. Es verdad que algunos militares no comunistas, como Casado o Matallana, eran retirados del directo mando de tropas y que los nombrados (Modesto, ascendido a general, Cordón, Galán, Líster...) en un porcentaje elevado estaban adscritos al comunismo, pero eso no deja de tener su lógica, ya que se trataba del único partido que parecía dispuesto a la resistencia a ultranza; por otro lado, Negrín se daba cuenta de que necesitaba que en este momento se le obedeciera fielmente. No parece que existiera ni por su parte ni por la del PCE un intento de golpe de Estado, porque, de haber sido así, sin duda el presidente hubiera detenido a sus posibles adversarios a mediados de febrero y los comunistas hubieran actuado más unánime y coordinadamente. No fue así e incluso Dolores Ibárruri y Togliatti juzgaron los nombramientos como innecesariamente provocativos; quizá cualquier otra decisión de Negrín hubiera sido tan controvertida como lo fue ésta.
Lo que interesa es que en la noche del 4 de marzo se empezaron a producir acontecimientos en Cartagena. Allí, Buiza había dado tan sólo tres días a Negrín para que se rindiera y abandonara el Gobierno. La conspiración contra el Gobierno fue iniciada por elementos republicanos, pero su divisa ("Por España y la paz") pronto fue sustituida por gritos a favor de Franco de quienes querían aprovechar la ocasión para cambiar de bando. Hubo un momento en que las baterías de la costa eran franquistas, la flota republicana y había tomado el mando de la base Galán, un comunista. Al día siguiente la flota abandonó Cartagena a la que, después de dudar, no volvería, dirigiéndose al Norte de África. Entre los días 5 y 7 la sublevación fue aplastada por unidades que, en teoría, obedecían al Gobierno de Negrín, pero su jefe al final descubrió que el jefe de Gobierno ya había abandonado España y entonces se adhirió al Consejo Nacional de Defensa formado en Madrid por Casado. Para acabar de complicar la situación, en cuanto se tuvo noticias de lo que sucedía Franco decidió un desembarco en la base, e inmediatamente se enviaron tropas desde Castellón en buques que carecían de protección naval suficiente. Uno de ellos, el Castillo de Olite, fue hundido al acercarse a la costa y de esta manera una sublevación que se había liquidado con poco derramamiento de sangre acabó con centenares de muertos.
Pocas horas después de haberse iniciado la sublevación de Cartagena tenía lugar otra en Madrid. Negrín parece que trató de evitarla negociando con los insurrectos y atribuyendo a "impaciencia" la decisión de no reconocer su autoridad. Sin embargo, carecía por completo de ella y como prueba baste citar la referencia que se hacía en el manifiesto de los sublevados, redactado por Besteiro, al "fanatismo catastrofista" del jefe de Gobierno quien abandonó rápidamente el territorio nacional. Aunque en el Consejo Nacional de Defensa que se formó figuró al frente Miaja, la realidad es que quien lo animó fue Casado, después de que Besteiro se negara a asumir ningún papel por considerar que ahora le correspondía el ejercicio del poder al Ejército. La sublevación tenía un fuerte sentido anticomunista y Besteiro, que afirmó temer, caso de no haberse producido, una oleada de terror por parte del PCE, se refirió a este partido diciendo que "estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizá los siglos". Añadió, además, que "los españoles nos estamos asesinando de una manera estúpida por unos motivos todavía más estúpidos y criminales"; el ciudadano de la República no era ni fascista ni bolchevique pero mucho menos lo segundo que lo primero. Quizá fue esto, junto a la posición decidida por la resistencia que había adoptado la organización del PCE en Madrid, lo que explica la sublevación de las unidades de esta significación en torno a la capital, lo que produjo durísimos combates entre los días 6 y 11 en los que participaron 30.000 soldados. Gracias a las unidades del anarquista Mera, que no dudó en calificar de "traidor" al PCE, la situación fue restablecida. El propio partido, cuyos principales dirigentes habían sido detenidos en determinados frentes mientras que en otros permanecían en libertad, hizo un llamamiento a la paz. Un ex-comunista bastante imparcial, como Tagüeña, afirma en sus Memorias que de ninguna manera su partido quiso ocupar el poder en estos momentos.
Con ello, ya Casado y Besteiro estaban en condiciones de intentar negociar el final de la guerra con Franco. Sin embargo, su juicio acerca de la realidad política era errado: Casado pensaba que negociaría mejor quien hubiera liquidado a los comunistas y no dudó en acusar de delitos comunes a Negrín, pero Franco quería acabar no sólo con ellos sino también con todo el Frente Popular; el bienintencionado Besteiro parece haber tenido una opinión todavía más optimista pensando que a él no le pasaría nada y que, además, sería posible reconstruir la UGT. Lo que uno y otro querían es que se diera facilidades para la evacuación y que no hubiera represalias indiscriminadas. Sin embargo, las dos conversaciones tenidas por emisarios del Consejo, los días 23 y 25 de marzo, con el adversario demostraron que éste no quería otra cosa que la rendición incondicional. A partir de la última fecha se inició la ofensiva de las tropas nacionalistas. Franco había demostrado la misma falta de generosidad (pero también idéntica conciencia de su propia fuerza) que le caracterizaría durante todo su régimen. "Nos hacen la guerra porque queremos la paz", decían los titulares de El Socialista en el momento en que ya se derrumbaba todo el frente republicano. Fue imposible, en efecto, organizar una retirada gradual. En Alicante las tropas italianas mantuvieron una especie de zona neutral, pero los soldados y mandos del Ejército Popular carentes de medios para huir debieron entregarse al adversario (hubo, sin embargo, algunos suicidios). El 1 de abril Franco anunció la victoria de sus tropas: había hecho con sus adversarios lo que les había anunciado a sus seguidores, es decir, dejarles "que se cocieran en su propia salsa". Nada es tan característico de él mismo y del régimen que fundó como esta frase.
Así concluyó la guerra civil española tras cuya narración es preciso recordar que no era inevitable. La sociedad española no había sido más conflictiva que otras europeas, ni el enfrentamiento entre españoles estuvo revestido de una especial crueldad que lo hiciera distinto de los que se dieron en otras latitudes. Lo peculiar de nuestra historia contemporánea es que se produjera una guerra civil en una fecha tan tardía. Quizá esto explica la principal consecuencia de la guerra civil que no fue otra que un gigantesco retroceso, no sólo en posibilidades de convivencia sino en muchos otros aspectos de la vida nacional, incluido el económico.